Karlos Arguiñano se estaba preparando para su programa. Siempre le gustaba repasar sus recetas antes de comenzar a grabar. Hoy le tocaba hacer una tortilla de patata: algo sencillo, pero delicioso gracias a su toque especial.
El cocinero, rompió uno de los huevos dando toquecitos contra el bol. El Arguiñano tragó saliva, algo preocupado: Había salido uno de dos yemas. Era algo que solía pasarle, sobre todo frente a la cámara; pero lo que no sabían sus espectadores era el motivo de por qué justo a él solía ocurrirle tan seguido.
Karlos secó el sudor frio de su frente. Cada vez que salía un huevo con dos yemas, se acordaba del pacto que había hecho, de la profecía, de las consecuencias.
Algo temeroso, el cocinero, rompió otro de los huevos. Tembloroso, observó el resultado: Otra vez dos yemas. Cada vez que salía uno así, el Arguiñano lo archivaba mentalmente. El trato que hizo con el demonio para convertirse en el mejor cocinero del mundo, estaba por sellarse. “Una vez abras cien huevos siameses, sus cáscaras formarán las puertas del infierno, y sus cadáveres te arrastrarán por las llamas”. En su momento vio muy lejos aquella promesa, pero desde ese día, los años habían pasado, y tan solo le faltaba un huevo para llegar a los cien.
El cocinero se planteó fríamente dejar a medias la receta, irse para siempre del programa, no volver a cocinar.
— Karlos, te toca salir. —Las palabras del director lograban mover sus piernas en contra de su voluntad.
El Arguiñano intentó calmarse, como hacía siempre que comenzaba su programa, como hacía siempre que bromeaba sobre un huevo de yema doble frente a las cámaras.
El cocinero comenzó su presentación como siempre hacía. Y como el buen actor que era, siempre mantuvo la calma, siempre sonrió a pesar del miedo a un destino peor que la muerte.
El momento estaba cada vez más cerca, soplando sobre su nuca. Tenía que comenzar la tortilla de patata, tenía que continuar con su programa a pesar de todo.
Karlos Arguiñano abrió un huevo.